martes, 17 de julio de 2018

Icoa La Diosa del Mar


Autor: Pedro Centeno Vallenilla
Copia realizada por: Jair Ríos
Título; Icoa La Diosa del Mar
Técnica: Óleo sobre lienzo
Medidas: 60 x 90 cm.
Año: 2018
Serie: Identidades




EL MITO


ICOA

La diosa del mar




Urupaya e Icoa se amaban.

Ella, Icoa era de una belleza extraña. Tenía el cabello rojizo sucio, pero por su extraño color, atraía las miradas, fascinaba, al obligarlas a detenerse en la cabellera abundante, mientras ansiosamente se buscaban los ojos para conocer también su color y la armonía existente entre la una y los otros.
Los ojos eran verdes. Y entre el rojizo desorden de la cabellera a veces suelta, el verde oscuro, a veces fosforescente, de los ojos, y la pujante juventud de Icoa, quien se sintiera por ella atraído, era envuelto por la sensación de un torbellino insano, cautivador, por una vorágine capaz de desequilibrar el sentido moral mejor arraigado.

Gustábale a la india de catalogación tan áspera, aumentar la sensación de ignoto que producía su presencia, pintando su cuerpo atabacado, de azul intenso; usaba también una faldilla corta o guayuco de ese intenso color azul con tendencias al verde; y, nota extraña en tan oscura apariencia e indumentaria, después de tejer las crinejas de su larga cabellera, agregaba a ésta florecillas blancas que resaltaban, como alegrías inesperadas, en aquel cuerpo de tonalidades profundas.

Icoa era una tentación. Tentación tanto más terrible, cuando a pesar de su trágico ambiente de fatalismo hondo, ella era bondadosa y capaz de los rasgos más generosos, si así le provocaba por capricho.
Se desenvolvía así la personalidad de Icoa, dentro de dos corrientes. La noble y buena, a veces; y otra era maligna, agria o salada.
Icoa entre sus amigos de tribu, era un problema.

Buscándole a Icoa una misión o labor dentro de una tribu donde cada cual tenía una función que cumplir, acertaron a darle la de mantener el fuego nocturno.

Tratábase del fuego que se prendía apenas aparecía la oscuridad, y cuando algún miembro de la tribu retardaba su paso en la selva, pescando dentro del Gran Lago o cuando se atrevía a penetrar en la extensión aún inexplorada hacia el norte.
Ese fuego, “ojo en la noche”, punto de orientación para el caminante posiblemente extraviado o amenaza de luz para felinos y aves del mal agüero, que pudieran acercarse al lugar ocupado por la tribu, guardaba cierta armonía con Icoa.

Roja la cabellera, rojo el fuego; verde la selva, verde de los ojos; y los lambetazos de luz o las llamas que en disparatado desorden parecían golpear la oscuridad, semejaban al pelo de Icoa flagelado por el viento, mientras que la selva y de los ojos, vivificados por el resplandor intruso del fuego, ponían en ambas cosas la acentuación de lo inesperado, de lo brillante o de lo mate, según de fuerza o de debilidad tuviese la llama.

Cuando Icoa así lo quería, no hay mujer que rivalice con ella en alegría. Su risa se desprende de los labios y va a invadir, imperiosa e impetuosamente a quien la esté oyendo. Entonces esa avasalladora potencia, como su característica principal, el exceso de femineidad que rige todos sus movimientos, la hace centro de los deseos.

Posee ella, además de una gran fuerza física que la distingue entre las demás mujeres, el poder de dominarse a sí misma, manifestación externa de ser también poseedora de una gran fuerza de espíritu.

Él Urupaya, estaba como Icoa en la plenitud de sus fuerzas. Desarrollados ambos dentro de un ambiente de peligro constante, pues tanto en el Gran Lago como en la selva, a donde iba el indio diariamente en busca del sustento, veíanse obligados a enfrentarse con frecuencia con las fieras y dominarlas. De otra manera se perecía.

Urupaya tenía la piel oscura, era de tórax y espaldas amplias, ofreciendo todo él la impresión de un dios humano, capaz de sobreponerse a pruebas y penalidades con estoicismo superior.
Estaba obligado Urupaya, además de sus obligaciones diurnas, a cuidar durante las noches una leve colina artificial, muy bien disimulada, donde la tribu guardaba sus tesoros.

Originábase está colina en que los primitivos habitantes de estas tierras, hacían un gran hoyo o habitación subterránea, tapábanlo luego con árboles caídos o barro cocido que les servía de techo, dejando varios callejones conectados con lo exterior, a fin de penetrar a su gusto y según las necesidades en lo interior, ya sea para hacer nuevas ofrendas o para agregar a ciertas vasijas o ánforas aún abiertas, ciertos elementos.

Generalmente estos callejones eran muy angostos y sólo podían ser trajinados arrastrándose por dentro de ellos. Sucedía esto con alguna frecuencia, ya sea cuando fallecía alguno de los componentes de la tribu, generalmente por muerte violenta que era la más corriente entre aquel mundo lleno de peligros, cuando alguno de los rústicos artífices terminaba una nueva vasija, según aquel concepto, primorosa y digna de ofrendarla a los dioses o guías de la tribu, o, y esto era de una filosofía por profunda, cuando la tribu cometía inconscientemente una falta.

En el primero de los casos, se hacía en presencia de todos, un recuento de las hazañas realizadas por el difunto, se le dedicaba un vaso de barro, y al depositar allí el dicho vaso como testigo de haber oído la historia del fenecido, por terminada esa vida; aunque en lo futuro, cuando se quería por algún motivo repetir la moral dejaba por aquel extinto, desenterrábase de nuevo el vaso correspondiente, en cuya presencia se realizaba el relato.

El segundo caso se explica por sí solo; y en el tercero, siendo la tribu quien ejercía la justicia por medio de sus designados o jueces, también la tribu era responsable de todos y de cada uno de sus miembros. Pero como dentro de ella había seres que por sus extremos de edad no podían ser juzgados, ni tampoco se les podía hacer responsables de sus actos, era la tribu, todos, hombres y mujeres sin excepción, quienes estaban obligados a rendir cuentas antes el Grande de los Grandes.

Estos irresponsables eran, ya sean los niños por su falta de experiencia o los ancianos por su decrepitud. Ambos, extremos de la vida recorrida o por recorrer, extremos de la edad, no dominaban todas sus facultades; consecuencialmente, como de toda acción alguien debe responsabilizarse, puesto que la tribu se benefició a su tiempo de las dotes físicas o espirituales del hoy anciano y se beneficiaría también de las mismas dotes del ahora niño, ella en conjunto respondía de aquellos elementos que fueron o que serían útiles al conglomerado social.

Tales hazañas o faltas, aglomeradas mentalmente en vasijas o ánforas, eran luego y en sus oportunidades señaladas en una brillante ceremonia, al Padre del Sol. Eran estas ofrendas, señal respetuosa y demostración de humildad, eran como la confesión y arrepentimiento de errores cuando los había, el agradecimiento por la ayuda prestada en la vida cotidiana o la manifestación de orgullo y de estímulo de la raza, cuando alguno de sus miembros realizaba actos extraordinarios o admirables hazañas. En todo caso, al Padre Sol, ojo por donde miraba el Padre de los Padres, ellos ofrecías sus santos tesoros en holocausto.

Simulaban estos sitios colinas leves, no sólo para protegerlas de otras tribus en caso de guerra, sino para dejarlas “escondidas” o ignoradas, cuando hacían sus emigraciones hacia el norte en busca de mejores territorios. Una vez encontrados éstos, regresaban, y al desenterrar sus tesoros venerados, llevábanselos con todo amor y respeto a la nueva residencia.

Le tocaba a Urupaya pasar las noches dentro del rancho levantado sobre aquella colina, en cuyas entrañas se guardaba el depósito sagrado de la tribu.
Su afinado oído le hacía percibir inmediatamente, aunque fuese su sueño muy profundo, todo ruido extraño con relación al secreto que debía guardar, y para cuyo desempeño previamente se juramentara.

La colina sagrada que cuidaba Urupaya y el sitio donde Icoa prendía su fogata nocturna, estaban ubicadas muy cerca el uno del otro.

Es la época donde empuja sus savias nuevas la primavera, cuando sangres y jugos golpean en optimismo la calma a que obligó el invierno, propicia temporada para el amor, salen todos los animales en busca de los del sexo opuesto para desahogar sus ansias de reproducción.

También las sabandijas y sierpes, especialmente estas últimas, cuyos venenos pugnan por ensayarse, cuyas recién brotadas pieles tienen ansias de sol y cuando hecho acopio de todas sus fuerzas, abandonan sus guaridas para probar sus efectividades en la agresión, el resultado de sus colmillos, la sonoridad de sus crótalos y en general la nueva vitalidad de que están provistas. Es cuando acechan en las orillas de las selvas la presa preferida: el hombre; y es cuando el hombre más les teme, porque en su lucha por la subsistencia cazando, suele el entusiasmo sobrepasar a la prudencia, olvidando a la víbora que vigila.
Es primavera, y habiendo sido señalado el día como propicio para la caza mayor, toda la tribu ha salido a la selva. Todos los componentes, unos más otros menos, van a ensayar armas nuevas, elaboradas en el invierno, cuando las lluvias copiosas obligan al indio a permanecer en sus chozas, y la actividad se limita al trabajo dentro del hogar.

Pero parece que la tribu toda ha ido lejos, más de lo previsto, y aunque ya es de noche, nadie, ha regresado aún.

De pie, auscultando el pulso de la noche, Urupaya estaba frente a su bohío o choza, sobre el tesoro espiritual y material de la tribu. Su silueta se dibujaba en el suelo como la de un gigante negro, envuelto en llamas rojas, originadas por el faro de fuego que, para guiar a los caminantes, a poca distancia de allí mantenía Icoa, su prometida para un enlace ya muy próximo.

En ese momento mismo Icoa, con el fuego a plena llama y emitiendo potente resplandor, se pone a observar insistentemente como arde el fuego, y como el seco ramaje al ser devorado por el elemento renovador, deja admirar en el colorido de su propia emoción, las emociones diversas que vivió cuando era rama esbelta, rica en savia y pletórica de vida en lo alto de un árbol.

Concentró la india su atención en las minúsculas fosforescencias de distintos colores que, presionadas por el ardor del fuego, partían de una rama, y pudo, ayudada por su imaginación soñadora, ver el color de la aurora matutina en sus ricas tonalidades variables, la plenitud del día con sus diversos matices y el declinar de la tarde con su invitación al descanso.

Del rojo amanecer pasó a la rosada penumbre, de ahí a los risueños tonos de la mañana, el amarillo oro del mediodía, el presionante pugnar de las horas fuertes, al declinar liviano de la tarde; al beso del crepúsculo y a la estrellada conformidad, calma y descanso de la noche.

A veces reventaba, obligada por el intenso calor, una rama o una aglomeración de resina seca; entonces Icoa, dentro de su sugestionadora concentración, imaginaba ver la tempestad rugir o el trueno clavar su puntiagudo filo encendido, en las entrañas de la tierra.

Concentrada Icoa en la parábola fantástica que ahora recorría, como en un ayer recorrieran viviéndola las ramas en pleno ardor, fue sugestionada por los malignos, espíritus perversos propicios a no desperdiciar oportunidad para hacer el mal, quienes, cabalgando sobre los rayos de la luna oblicua, penetraron en su mente dominándola.

No fue una oportunidad inesperada, y aprovechada por los malignos, ¡no!, fue un plan laboriosamente premeditado por ellos, en combinación con los otros malignos que inspiran y guían a las sierpes, para que, en acecho, claven presurosas sus colmillos e inoculen sus venenos en los talones confiados de los seres humanos que se acercan a ellas.

El descuido de Icoa fue provocado primero y aprovechado después por ellos, los malignos. Ahora, la bella india de pelo rojizo y ojos verdes, la cuidadora del fuego que ha de guiar a toda la tribu ausente, retardada en la selva por caza abundante, está en poder de los malignos.

Y mientras el fuego, que hasta aquel instante desafiaba con lambetazos de luz el negror de la noche, parece achicarse como aplanado por un vaho presionante, ese mismo vaho pero de angustia, llega hasta los miembro de la tribu.

El fuego se achica, se entristece por falta de alimentos para su devorador apetito. Va a apagarse. . . De lejos, la tribu ve cómo quiere extinguirse y temerosos de extraviarse unos, otros de las fieras en acecho, los más de las sierpes cobardes, cometen el error de dispersarse.

_ ¿Qué pasa allá en la colina sagrada, que Urupaya no acude en auxilio de Icoa?, se preguntan los ancianos, los piaches, el cacique.

Icoa, posesionada por los malignos, cautivada su mente por la fascinación adversa, pierde el dominio de sí misma y con paso lento, calculado, se ha acercado hasta Urupaya. Y coqueta, derrochando sus encantos femeninos, le ha acariciado mimosa y le ha prodigado sus favores, mientras muere el fuego que era faro guiador y tiemblan bajo la tierra, en ánforas sagradas, los pecados de la tribu ante este nuevo, grande y criminal pecado.

Transcurren para los ciegos enamorados horas felices, pasionales, de un amor sin freno entre aquellas manifestaciones sorprendentes de la naturaleza que pintaban sus torcidas sombras, con la oblicua luz de la lunática luminaria.
Mientras tanto, allá bajo la techumbre verdi-negra de la selva, los ancianos y los ejercitados, aprovechando sus instintos perfilados por la práctica, rumbaron seguidos de mujeres y niños, hacia conocidos predios. . . pero velaban las sierpes. Como querían ellas ejercitar sus venenos en carnes humanas, igual a los espíritus malignos, deseosos de exterminar a la tribu cuyo destino era crecer y crecer, los invisibles guiaban a las serpientes con su oído y éstas herían sin piedad.

Rica fue la cosecha para ja savia maldita acumulada en los feroces colmillos; y si muchos indios quedaron tendidos en la selva por no encontrar el contra veneno, los hubo que aún llegaron a tiempo para ver el pobre y mal alimentado fuego, cuyos resplandores tenues iluminaban los cuerpos culpables de Urupaya e Icoa.

A la mañana siguiente, cuando la lunática reina ocultó su faz, pudiéronse apreciar en plenitud, los enormes destrozos de la noche funesta, en la cual pereció una cuarta parte de la tribu.

El oído surgió en borbotones de las almas, convirtiéndose los hombres en chacales sedientos de venganza, no consiguiendo en sus mentes obtusas por la furia, un castigo apropiado para la pareja culpable.

Sólo después, cuando los ancianos se reunieron para resolver sobre la actitud a seguir, ya era la época en que se creaban leyes y se sentaban precedentes, resolvieron los venerables de la tribu despojar a Urupaya de todas atribuciones y de todos sus deberes, trabajando en lo futuro sólo allí donde la falta de responsabilidad a sus labores, le impedía dañar a alguien. Es decir, fue considerado desde ese momento, con menor conciencia de responsabilidad que un niño. Era éste un castigo tan duro como humillante, tanto más cuando Urupaya había sido por mucho tiempo considerado por los suyos como un elegido.

Para Icoa, era tanto la ira, que no acertaron los guiadores de la tribu castigo apropiado. Y en la imposibilidad de solucionar este juicio los hombres, dejaron la sentencia a los dioses.

Consecuencialmente fue llevada la pareja, junta y por última vez, hasta el sitio de su pecado. Una vez allí se les separó. Urupaya fue a ocupar su nuevo e irresponsable cargo, Icoa fue dejada sola y abandonada sobre el lugar donde se guardaban los tesoros espirituales y materiales de la tribu, para poner la venganza, el castigo o la justicia, en manos de los espíritus familiares que debían estar allí, juntos al recuerdo que dejaran a sus descendientes.
Y la tribu partió en emigración hacia otros lares. . . hacia el norte aún desconocido, porque consideró desde tal tragedia, contaminado el lugar.
Hasta el norte. . . porque ellos eran originarios del sur. De allá vinieron. . . y cada generación, daba un nuevo halón en la larga emigración propuesta y hacia la cual se sentían impulsados por una fuerza superior.
Pocos días después, la marcha de la tribu fue interrumpida por una hilera de montañas, por una de las cueles ascendieron hasta la cumbre. Y allí. . . ¡oh asombro!, vieron lo alto por primera vez el mar.

Aquellas aguas vestían de azul-verdoso. . . y las playas eran acariciadas por largas hileras de olas, que cual hebras de interminable cabellera reventaban, flores blancas de las alegres espumas, para batirse mansamente contra las arenas.

Surgió entonces a la mente de todos, la figura de Icoa.

_ Icoa fue diluida en el espacio por los dioses, se dijeron. Para ser transformada en este nuevo regalo de los espíritus como compensación por lo perdido.

La belleza de la india fue usada como elemento cautivador, cegado sus ojos para que fuese igualmente injusta, arbitraria e irresponsable como lo fue en vida, pero organizada, sabia y previsora en cuento se relacionase a su propio desenvolvimiento; la anchura del mar, correspondía a la amplitud de su falacia, donde había, como en su pensamiento, toda clase de sorpresa, desde el feroz tiburón, la inofensiva estrella hasta el delicioso pargo o la escurridiza anguila; el colorido de las aguas era igual al de su traje variable dentro de las tonalidades verde y azul, porque si al mezclar las savias con que se coloreaba su faldilla, agregaba de más o de menos de un color, variaba la tonalidad de  su cuerpo igual hacía el mar con relación a la bóveda celeste; las espumas fueron en el pasado la risa invasora, imperiosa, que se desprendía de sus labios o las florecillas blancas que adornaran las larga trenzas de la cabellera, espumas de ilusión o pensamientos sutiles que brotan y son olvidados rápidamente por la inconstancia, ahora olas desgranándose en esguinces, hasta llegar a la playa donde se le señalaba límite a su poder; y finalmente, esa femineidad que la hizo centro de deseo, estaba ahora representada en esa fuerza sugestiva y de prepotente atracción que siente todo aquel que contempla el mar.
Fue ésta la interpretación que dieron estos indios al mar. Porque ellos venían del sur donde conocían sólo aguas de carácter distinto, ríos, selva, islas. . .
. . .estaba bajo la sugestión, no de que las tierras esteban creadas, sino que, a medida de su avance, las tierras iban surgiendo para su deleite y uso, gracias a la benevolencia del Gran Padre que premiaba sus esfuerzos.
Levantaron sus ranchos la orilla de aquellas aguas azules, los hijos del sur, y fueron poco a poco, con la paciencia y curiosidad del indio, tratando de interpretar a aquel nuevo elemento azul, Icoa diluida en el espacio y convertida en otro Gran Lago pero salado, por obra y gracia de los dioses amigos.

Vieron así que la diosa era ciega con lo exterior, sabia con lo interior; que era un índice demarcador de fuerza maléfica, por la abundancia de peces feroces en su seno y por la densidad de sus aguas invitadoras a solazarse en sus ondas azules; que sus olas revientan como neuróticas expansiones en diversísimas formas contra la represa terráquea; que al final del día se trajea en mil colores a bases rosáceo, como la boca mentirosa por la cual la falacia halagadora se hace noche, después de vencer al incauto; para alertar a otras tribu que pudieran llegar hasta aquellas playas, como para recordar permanentemente a Icoa, la india ahora del mar, su perfidia, prendían todas las noches grandes fogatas.

E imaginaron entonces que la diosa creó por venganza y en su seno profundo e ilímitado, una gran serpiente que devoraría a todo aquel que traspasara ciertos linderos por ella demarcados en su azul vestimenta.
Y en las noches tristes, ansioso centinela, pletórico de esperanzas y de amor, esperaba en silencio Urupaya, el gran enamorado, hasta que piadoso el tiempo, lo convirtió en roca.    

   

Arturo Hellmund Tello
Leyendas Indígenas Parianas