AMAIRA-ANÍ
LA DONCELLITA DE LOS SIETE COLORES
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¿QUÉ gran pecado ha cometido la tribu? –se preguntaban, desde el gran cacique
de los parianos, hasta el más insignificante de los guerreros o cazadores.
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¿Quién ha faltado contra las leyes creadas por el Gran Padre? –indagaban.
Y
no hallando respuesta en su búsqueda, ni los responsables entre la tribu, ni
los individuos en su conciencia, sólo les quedaba la desesperación.
El
motivo de tan grande tribulación era, que el verano se había presentado con
tremendas señales de inmisericordia. Empezó el ojo solar a irradiar su luz con
tan grande potencia, que las hierbas, los arbustos y aun las hojas de los
árboles, perdieron su verdor, encogiéndose en un verde-mustio que al tocarlo,
se deshacía en mil partículas; las aguas de lagunas y morichales se volvían
reverberación, achicándose lentamente como si las arenas las absorbieran, la
atmósfera sedienta se las bebía o como si ellas, deseosas de huir hacia el
frescor de las nubes, se diluían en el éter, escalando lo alto; los frutos en
vías de maduración, promesa dorada, se arrugaron los unos, paralizaron su
crecimiento otros, y los más, no tenían savia alguna en sus pulpas o
consistencias alimenticias.
Poco
a poco, con la insistente sequía, creció el dolor.
Perdidos
los frutos, fue el indio a la selva, ese gran depósito de la naturaleza, donde
el conocedor encuentra la vida y la muerte, la caza y el peligro, el verano que
mata y la savia que cura, el dolor que humilla y la heroicidad que levanta.
Allí el aborigen encontró aún frutos, porque allí no impera de lleno el sol;
allí, aunque hay hendijas dejadas por los árboles caídos, la verde techumbre
del tramaje de hojas, forma una valla que protege la humedad; allí hay frescor,
alimento vegetal y la presa que tejiendo su vida, proporciona caza para el
indiano hábil.
Hallaron
los desesperados parianos protección en la selva. La caza les proporcionó el
alimento, bejucos el agua y aun a veces, a trechos, hilos cristalinos corrían
alegres y sonoros, llevando la abundancia de los unos a la escasez de los
otros.
Pero
un día, también la selva falló. . .
Fue,
cuando el sol había llegado al punto más alto, allí desde donde hace tanta luz,
que cada cual pisa su propia sombra. Fue un día cualquiera cuando empezó el
siniestro inapreciable. Fue un incendio que primero enarboló una bandera
llameante, como un plumaje de guerrero desafiador pidiendo combate. . .
Seca
la tramazón de hojas de muchos árboles centenarios, aceptó el desafío; cayó,
achicharrado por el insoportable calor, la vestidura otrora verde de los otros
gigantes de la selva, y creció la hoguera. Siguió el ejemplo la hojarasca,
alfombra silenciadora del paso de los hombres alcahueta cómplice que esconde
las huellas de los perseguidos.
Nada
ni nadie resistió.
Si
los árboles más corpulentos, se hicieron broza en la gigantesca fogata que
pretendía con rojos lambetazos alcanzar a las mismas estrellas; los animales
selváticos huyeron de la muerte los unos, mientras otros con sus propios
cuerpos achicharrados, aumentaban las columnas de humo que dibujaban en los horizontes
figuras fantásticas, de tétricos colores.
Sabe
el indio cómo se origina esos grandes incendios en sus selvas. Lo sabe, porque
él, con una astilla de madera blanda y otra de madera de corazón, hace fuego.
Le basta rozar la una con la otra, hasta que brote una chispa. Al mismo tiempo
de seguir el ritmo, sopla la chispa. Es entonces cuando crece ella y hácese una
llama. Y ya tiene fuego.
Igual
pasa con la selva. Un árbol de madera blanda, caído sobre uno de madera recia,
y perdida en el curso de años la vida de ambos; secos ahora, balanceados por
alguna brisa, instigados por la sequía, origina primero calor, luego la chispa
y finalmente la llama. Se propaga luego el incendio. . . y he aquí que grades
tesoros de madera, de la noche a la mañana se convierten en cenizas.
Es
éste un cuadro desolador, mucho más frecuente de lo que se cree, para nuestras
regiones selváticas.
Creció
la desesperación entre los indios parianos, cuando supieron perdido, humeante,
el refugio de la selva.
Creció,
porque ya no había caza, ni jugos o savias, ni siquiera raíces.
Tornaba
la vista el indio pariano, hambriento, desgraciado y sólo hallaba arena y
piedras, aparte de lo que fuera la
selva. . .
Reverberaba
la arena haciendo temblar en burla sutil los horizontes; y las piedras parecían
desafiar con su rígido silencio y sus cuerpos graníticos, la necesidad de
alimento que en época tan tremendas precisaba el hombre.
Aun
no conocía el pariano las costas del mar. Por ello mandaba, a través de lo que
fuera la selva, a hombres expertos para traer alimento.
¡No
volvían!
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¿Era la selva humeante que los devoraba? ¿Huían para no volver? ¿Se perdía?
¿Los mataba el hambre?
La
respuesta se la daban a sí mismos los que quedaban:
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¡Desesperación! ¡Desesperación!
Perdieron
los indios en un principio, esa reserva de grasa que tienen todos los cuerpos,
aun los más musculosos. Después las carnes fueron desapareciendo. Unas se
tornaron fláccidas, cansadas, y a todos fuéronsele marcando algunos huesos,
luego todo el esqueleto, como un presagio de tétrico futuro.
Si
los vientres benditos de las mujeres en espera de descendencia, simulaban
curvas grotescas, aquella que criaban a sus hijos, tenían secas las fuentes de
vida. A su vez los dominaba el
raquitismo. Ya no poseían fuerzas ni para erguirse.
No
era extraño ver a los hombres arañar, con sus rústicos implementos agrícolas,
entre las raíces de los árboles frutales, para arrancar trozos de las mismas,
mascarlas para extraerles el jugo y llevar de aquella escuálida provisión a los
suyos.
Una
y otras vez consultados los piaches y los adivinos, aquellos quienes guían las
conciencias de las colectividades y tratan de interpretar los dioses,
repusieron los unos que negros errores envolvían el ambiente, que a graves
pecados aquello era el castigo, y agregaron los otros que los dioses azotaban
de dolor, como amonestaciones para evitar males mayores.
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¿Mayores? ¿Acaso era posible resistir más?
Sólo
las noches traían alivio, porque en los sueños inquietos de mujeres, hombres y
niños –niños todos en el fondo-, aparecían cascadas, ríos y riachuelos,
hermosas lagunas y grandes aguaceros, dibujándose en los rostros demacrados por
el hambre, una mueca con parecido de sonrisa. Sólo las noches traían ese
alivio, esa fantasmagórica esperanza, porque las tardes, esas tardes magnificas
de verano, cuando hace gala el horizonte occidental de sus luces de múltiples
colores para elevar en admiración a las almas, para hacerlas comulgar en
oración, esas tardes en las cuales predomina el rojo con sus derivados y
tonalidades, recordaban al indio de cuerpo marchito, su selva perdida, devorada
por el fuego a mansalva.
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¡Sacrificio a los dioses! ¡Sacrificios! Pedían los piaches.
Trágica
ironía parecía esta palabra. Pero es la fe, prepotente fuerza que domina la
mente, crea la esperanza, sueño en escala en otros, en los más, acicate para
nuevas pruebas y en todos: calma y paciencia.
Sacrificó
el indio desnudo, y ya sólo propietario nominal de piedras, arenas y secas
raíces, los petates de fibra tejida, las alfombras, los penachos de pluma que
otrora fuera en su altiva testa motivo de orgullo. Todo lo hizo cenizas, y aun
imploró piedad.
Ya
estaba a punto de perecer la tribu, no sólo en lo material, mas también en lo
espiritual.
Sólo
un milagro podía evitar el exterminio de los dolientes parianos, y a él,
presunta y vaga posibilidad, se acogían como en la hora del mediodía cuando el
sol irradiaba con prepotencia enseñada sus ardores tantálicos, se acogían a la
sombra bienhechora de los ranchos de palma, resecos y crujientes.
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¡Sacrificio a los dioses! ¡Sacrificio, sacrificio! Insistían los piaches.
Y
ellos, ellos mismos indicaron que a la pira se llevasen los tesoros sagrados de
la tribu. Placas de piedra labrada, de metal pacientemente elaborado con
maderas duras, vasos simbólicos, vasijas con los restos venerados de antiguos
patriarcas, de héroes guerreros, de sabios consejos o de cazadores heroicos,
los calcinó el fuego impiadoso del sacrificio, holocausto sublime de un pueblo
hambriento, elevado al máximo de la fe por la desesperación.
Y
ya el pariano nada tenía. . .
Sólo
la muerte era su amante obligada, esa trágica novia que ha de besarnos con su
risa hueca y abrazarnos con el inflexible apretón de sus extremidades
superiores, de trágico ruido y suaves coyunturas.
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¡Emigrar! Fue la idea que empezó a germinar entre los caciques, los siete
caciques de la tribu.
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¡Emigrar! Pero, ¿hacia dónde?
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¡Hacia el norte desconocido! Fue la respuesta.
Los
siete caciques, cada uno con una pasión, resolvieron irse, abandonar la tribu
cuyo destino estaban obligados a compartir; acaso llevarse a una mujer y dejar
el resto perecer sin guías. Fue entre los siete un acuerdo interior, no
expuesto.
El
fenómeno de la naturaleza, la sequía, madre de la aridez, abuela del hambre y
de la desesperación, había llegado a su colmo.
Era
la hora en que debían hablar los dioses.
¿Salvarían
a la tribu? ¿La dejarían perecer? ¿Quedaría la fe sin respuesta?
¡Los
dioses hablarán!
¡Los
dioses, sin proferir palabra, hablaron!
Resueltos
ya los piaches a partir, ignorando a su vez cada uno la resolución de los
otros, repasaron aquella última noche entre los suyos las posibilidades de
subsistir tras la huida y las probables consecuencias de quedarse.
Aún
estaban allí los hornos de alfarería de donde salieron calientes y brillantes,
toda clase de cacharros, envases de barro, ánforas y utensilios en general;
luego estaba también la tierra, esa gran madre fecunda, siempre explotada y
siempre presta al servicio de sus hijos multiformes, ahora agotada por sequía
devastadora, saturada de calor tal, que imprimía un abatimiento profundo.
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¡Agua, agua! Era el clamor general.
Y
las alturas, ese ignoto misterio, de donde podía sólo venir la posibilidad del
líquido generador para las tierras estériles, los árboles mustios, los arbustos
resecos y las hierbas muertas, era de un azul intenso, sin una nube, burlón en
fin para el indio sediento.
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¿Qué llevarse para la larga marcha hacia el desconocido norte?
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¡Nada!, era la respuesta. Sólo estaban allí las armas, lo único que aún le
quedaba al aborigen, pero tal vez en el momento del peligro, le faltarían las
fuerzas para empuñarlas.
Aun
así, los siete piaches, cada uno guardando su secreto, resolvieron partir.
Cuando
hízose mañana en el horizonte y tendió su luz de fuego y oro por los predios
parianos, ya gran parte de la indiana hueste estaba en las afueras de los
ranchos en espera del sol. Quería cada uno de entre los hombres y mujeres aun
con fuerzas, ver si aparecía una nube en el horizonte.
Una
nube era una esperanza, aunque muy remota; pero una esperanza. . .
Decepción
nueva ahondó ahora el surco del abatimiento: El sol solitario, bola de fuego
incomparable, apareció límpido en el horizonte.
Doblaron
los indios sus testas sombrías, y esperaron resignados la muerte. . .
Sólo
los caciques, con la esperanza de huir, tenían vigilantes los ojos ya turbios.
. .
Repentinamente
oyóse un grito de asombro. . .
Cualquier
caso en aquellos momentos era una posibilidad de salvación. . .
Alzaron
muchos sus débiles cabezas. . .
Y
a la rosaluz, cada vez más brillante del amanecer, contemplaron quienes
pudieron acercase, a una doncella muy joven, muy niña que dormía.
No
tenía esta niña ninguna señal de cansancio, su cuerpo tampoco mostraba estrago
alguno de hambre o de sed. Por el contrario, parecía acabada de alimentarse y
de beber en abundancia.
Dormía.
. .
Y
era su sueño de paz y de ilusiones, porque suavemente su faz infantil, marcaba
una dulce sonrisa.
Con
el acercamiento de más y más miembros de la tribu, hízose una algarabía.
Comentarios iban y venían. Deducciones, indagaciones y afirmaciones se hacían
unos a otros.
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¿Acaso era una india de una tribu cercana?
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¿Cómo llegaría hasta allí?
¡Debía
haber campos sembrados capaces de alimentar a los padres y a esta niña!
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¡A buscarlos! ¡A buscarlos!
_
¿Pero alcanzarían los restos de fuerza?
_
¡La esperanza todo lo puede!
_
¡No podemos! ¡No podemos!
Las
preguntas y las afirmaciones corrían de boca en boca.
Pero.
. . una circunstancia inesperada vino a responder en forma tan curiosa como
misteriosa, la aspiración de todos.
Dos
de los caciques acaloradamente.
El
uno afirmaba que la niña estada pintada de verde, mientras el otro sostenía que
lo era de rojo.
Un
tercero se acercó afirmando que el tatuaje era amarillo.
Cuando
otro más vino al grupo, se burló de las opiniones de los demás al decir que lo
estaba de azul.
No
era el momento de burlas. Y los indios tan aficionados a la interpretación de
los colores y de sus significados, fueron llamando a los demás caciques, hasta
completar los siete, guiadores a su vez, de toda la tribu.
Y.
. . todos siete afirmaban verla de un color distinto. . .
Mientras
tanto el sol ya había recorrido, sin que nadie lo observara, parte de su
jornada por los espacios infinitos.
Despertaba
la doncellita, la doncellita de los siete colores. . .
En
ese momento, alguien buscó los horizontes. . .
Otro
grito de asombro rompió discusiones y desacuerdos. . .
Sobre
la bóveda azul de las lejanías, se marcaba un enorme arco-iris. . .
Y
tenían los siete colores que los cacique veían en la doncella…
Nada
dijo la doncellita. Sólo correteó por entre los ranchos y pasó el día entre los
parianos, dentro del mayor silencio, pero manifestando alegría y optimismo por
los poros.
Con
la presencia de la niña y la aparición radiante del enorme arco-iris, volvieron
los ánimos de la indiada. Todo se tornó en anhelo de laboriosidad, actividad y
acción, porque consideraron la señal celeste como una promesa de agua y de pan.
Los caciques, confundidos por el trágico
significado de los colores en que cada cual viera el tatuaje de la doncella,
resolvieron esperar un día más antes de abandonar a su suerte la tribu a sus
cuidados confiada. Pero no de la misma manera pensaron los demás indios.
Conocían
las graves faltas de sus gobernantes. Sabían la pasión predominante en cada uno
de ellos, y reconocieron en cada uno de los colores el significado: gula,
avaricia, lujuria, pereza, soberbia, ira y egoísmo. Una protesta surgió de
todas las mentes, pues aquellos seres acostumbrados a la interpretación de
tatuajes, colores y “voces de la naturaleza”, no aceptaban la idea de que
cuando sucedía en miseria y hambre para la tribu, no tuviese un significado del
Poder Divino.
Descubiertas
ahora, por obra y gracia de “La Doncellita de los Siete colores” las pasiones
bien ocultas y disimuladas de los piaches, pidió la tribu a los ancianos,
exigiera a los caciques una especie de depuración con promesas de mejoramiento.
Esa
misma mañana, y obedeciendo los piaches el mandato colectivo, fueron ellos
acompañados de cuantos estaban capacitados para caminar, hasta las cuevas
naturales donde se ofrendaban al Supremo las oraciones individuales y
colectivas.
Hicieron
allí los piaches significativas donaciones que habían sido ocultadas de todos,
quedando así todos nivelados, todos con nada. Luego se procedió a realizar una
ceremonia religiosa y finalmente todos regresaron al rancherío.
Con
el deseo de cumplir aquel rito todos e inmediatamente, nadie tuvo cuidado en
vigilar a “La Doncellita de los Siete Colores”. Y al regreso, nadie la
encontró. . .
Había
desaparecido misteriosamente. . .
Comentábase
este nuevo y significante detalle, “voz en el silencio”, cuando alguien alzó la
vista a las alturas azules. . .
Un
enorme arco-iris empezó a surgir, marcándose lentamente, y cada vez con más
vigor, en el espacio, dividiendo el cielo en dos porciones.
Luego,
un segundo arco-iris hizo igualmente su aparición. . .
Y
finalmente de las franjas de colores, empezó a caer una lluvia, en principio
muy fina, invadió después, empujadas por poderosos vientos, un enorme conjunto
de nubarrones las alturas celestiales, y finalmente un tremendo aguacero,
acompañado de rayos y truenos poderosos, estalló en prolongada tempestad.
Unos
indios gritaban de alegría, otros permanecían en silencio como asimilando la
enseñanza de Lo Alto; y todos, todos, aún aquellos quienes no podían tenerse en
pie, salieron a la intemperie a recibir sobre sus carnes fláccidas, cansadas,
la bendición del agua.
Tras
las consecuentes emociones de una noche poblada de pensamientos, proyectos y
propósitos de mejoramiento, de una noche que sembrara en el pecho de todos
deseos profundos de renovación, encontraron nuevo todo el paisaje.
Las
tierras estaban ahítas del líquido elemento; el sitio donde otrora se levantara
la selva donairosa, humeante ayer, tétrico y ceniciento, estaba totalmente
apagado; y aún las piedras inmóviles, pero que parecían despedir rayos de odio
en su calor, daban la impresión de estar aplacadas.
Fueron
los indios, repuestos ahora sus cuerpos por el agua que bebieran, estimulados
por el ambiente fresco y con el corazón esperanzado, hacia cuanto otrora fuera
selva. Quería buscar allí, y sabían que lo encontrarían, algo comestible
salvado del feroz incendio, por el Divino Misericordioso.
A
poco de caminar, una nueva sorpresa encontraron los parianos. . .
Allí
estaba acostada, con los ojos cerrados pero emitiendo una impresión de paz
infinita, La Doncella de los Siete Colores.
Fueron
llamados entonces los siete piaches. Y de nuevo la vio cada uno del color de su
pasión preponderante.
Apenas
lo confesaron todos, como si se les cayese una venda, vieron que no tenían
pintura alguna.
Trataron
de despertar a la doncellita, y la encontraron muerta. . . Pero con tal dulzura
y suavidad en su rostro, que la tomaron por una diosa.
Desde
ese día se le rindió culto especial al arco-iris. . .
...y
a “La Doncellita de los Siete colores” a quien llamaron Amaira-Aní,
“Sacrificada por el Aro-Iris”.
Así
fue como hubo después abundancia de agua para los frutos, amor entre los
hombres y reverencia, culto y respeto a los dioses. . .
Arturo Hellmund Tello
Leyendas Indigenas Parianas
1946