martes, 17 de julio de 2018

Icoa La Diosa del Mar


Autor: Pedro Centeno Vallenilla
Copia realizada por: Jair Ríos
Título; Icoa La Diosa del Mar
Técnica: Óleo sobre lienzo
Medidas: 60 x 90 cm.
Año: 2018
Serie: Identidades




EL MITO


ICOA

La diosa del mar




Urupaya e Icoa se amaban.

Ella, Icoa era de una belleza extraña. Tenía el cabello rojizo sucio, pero por su extraño color, atraía las miradas, fascinaba, al obligarlas a detenerse en la cabellera abundante, mientras ansiosamente se buscaban los ojos para conocer también su color y la armonía existente entre la una y los otros.
Los ojos eran verdes. Y entre el rojizo desorden de la cabellera a veces suelta, el verde oscuro, a veces fosforescente, de los ojos, y la pujante juventud de Icoa, quien se sintiera por ella atraído, era envuelto por la sensación de un torbellino insano, cautivador, por una vorágine capaz de desequilibrar el sentido moral mejor arraigado.

Gustábale a la india de catalogación tan áspera, aumentar la sensación de ignoto que producía su presencia, pintando su cuerpo atabacado, de azul intenso; usaba también una faldilla corta o guayuco de ese intenso color azul con tendencias al verde; y, nota extraña en tan oscura apariencia e indumentaria, después de tejer las crinejas de su larga cabellera, agregaba a ésta florecillas blancas que resaltaban, como alegrías inesperadas, en aquel cuerpo de tonalidades profundas.

Icoa era una tentación. Tentación tanto más terrible, cuando a pesar de su trágico ambiente de fatalismo hondo, ella era bondadosa y capaz de los rasgos más generosos, si así le provocaba por capricho.
Se desenvolvía así la personalidad de Icoa, dentro de dos corrientes. La noble y buena, a veces; y otra era maligna, agria o salada.
Icoa entre sus amigos de tribu, era un problema.

Buscándole a Icoa una misión o labor dentro de una tribu donde cada cual tenía una función que cumplir, acertaron a darle la de mantener el fuego nocturno.

Tratábase del fuego que se prendía apenas aparecía la oscuridad, y cuando algún miembro de la tribu retardaba su paso en la selva, pescando dentro del Gran Lago o cuando se atrevía a penetrar en la extensión aún inexplorada hacia el norte.
Ese fuego, “ojo en la noche”, punto de orientación para el caminante posiblemente extraviado o amenaza de luz para felinos y aves del mal agüero, que pudieran acercarse al lugar ocupado por la tribu, guardaba cierta armonía con Icoa.

Roja la cabellera, rojo el fuego; verde la selva, verde de los ojos; y los lambetazos de luz o las llamas que en disparatado desorden parecían golpear la oscuridad, semejaban al pelo de Icoa flagelado por el viento, mientras que la selva y de los ojos, vivificados por el resplandor intruso del fuego, ponían en ambas cosas la acentuación de lo inesperado, de lo brillante o de lo mate, según de fuerza o de debilidad tuviese la llama.

Cuando Icoa así lo quería, no hay mujer que rivalice con ella en alegría. Su risa se desprende de los labios y va a invadir, imperiosa e impetuosamente a quien la esté oyendo. Entonces esa avasalladora potencia, como su característica principal, el exceso de femineidad que rige todos sus movimientos, la hace centro de los deseos.

Posee ella, además de una gran fuerza física que la distingue entre las demás mujeres, el poder de dominarse a sí misma, manifestación externa de ser también poseedora de una gran fuerza de espíritu.

Él Urupaya, estaba como Icoa en la plenitud de sus fuerzas. Desarrollados ambos dentro de un ambiente de peligro constante, pues tanto en el Gran Lago como en la selva, a donde iba el indio diariamente en busca del sustento, veíanse obligados a enfrentarse con frecuencia con las fieras y dominarlas. De otra manera se perecía.

Urupaya tenía la piel oscura, era de tórax y espaldas amplias, ofreciendo todo él la impresión de un dios humano, capaz de sobreponerse a pruebas y penalidades con estoicismo superior.
Estaba obligado Urupaya, además de sus obligaciones diurnas, a cuidar durante las noches una leve colina artificial, muy bien disimulada, donde la tribu guardaba sus tesoros.

Originábase está colina en que los primitivos habitantes de estas tierras, hacían un gran hoyo o habitación subterránea, tapábanlo luego con árboles caídos o barro cocido que les servía de techo, dejando varios callejones conectados con lo exterior, a fin de penetrar a su gusto y según las necesidades en lo interior, ya sea para hacer nuevas ofrendas o para agregar a ciertas vasijas o ánforas aún abiertas, ciertos elementos.

Generalmente estos callejones eran muy angostos y sólo podían ser trajinados arrastrándose por dentro de ellos. Sucedía esto con alguna frecuencia, ya sea cuando fallecía alguno de los componentes de la tribu, generalmente por muerte violenta que era la más corriente entre aquel mundo lleno de peligros, cuando alguno de los rústicos artífices terminaba una nueva vasija, según aquel concepto, primorosa y digna de ofrendarla a los dioses o guías de la tribu, o, y esto era de una filosofía por profunda, cuando la tribu cometía inconscientemente una falta.

En el primero de los casos, se hacía en presencia de todos, un recuento de las hazañas realizadas por el difunto, se le dedicaba un vaso de barro, y al depositar allí el dicho vaso como testigo de haber oído la historia del fenecido, por terminada esa vida; aunque en lo futuro, cuando se quería por algún motivo repetir la moral dejaba por aquel extinto, desenterrábase de nuevo el vaso correspondiente, en cuya presencia se realizaba el relato.

El segundo caso se explica por sí solo; y en el tercero, siendo la tribu quien ejercía la justicia por medio de sus designados o jueces, también la tribu era responsable de todos y de cada uno de sus miembros. Pero como dentro de ella había seres que por sus extremos de edad no podían ser juzgados, ni tampoco se les podía hacer responsables de sus actos, era la tribu, todos, hombres y mujeres sin excepción, quienes estaban obligados a rendir cuentas antes el Grande de los Grandes.

Estos irresponsables eran, ya sean los niños por su falta de experiencia o los ancianos por su decrepitud. Ambos, extremos de la vida recorrida o por recorrer, extremos de la edad, no dominaban todas sus facultades; consecuencialmente, como de toda acción alguien debe responsabilizarse, puesto que la tribu se benefició a su tiempo de las dotes físicas o espirituales del hoy anciano y se beneficiaría también de las mismas dotes del ahora niño, ella en conjunto respondía de aquellos elementos que fueron o que serían útiles al conglomerado social.

Tales hazañas o faltas, aglomeradas mentalmente en vasijas o ánforas, eran luego y en sus oportunidades señaladas en una brillante ceremonia, al Padre del Sol. Eran estas ofrendas, señal respetuosa y demostración de humildad, eran como la confesión y arrepentimiento de errores cuando los había, el agradecimiento por la ayuda prestada en la vida cotidiana o la manifestación de orgullo y de estímulo de la raza, cuando alguno de sus miembros realizaba actos extraordinarios o admirables hazañas. En todo caso, al Padre Sol, ojo por donde miraba el Padre de los Padres, ellos ofrecías sus santos tesoros en holocausto.

Simulaban estos sitios colinas leves, no sólo para protegerlas de otras tribus en caso de guerra, sino para dejarlas “escondidas” o ignoradas, cuando hacían sus emigraciones hacia el norte en busca de mejores territorios. Una vez encontrados éstos, regresaban, y al desenterrar sus tesoros venerados, llevábanselos con todo amor y respeto a la nueva residencia.

Le tocaba a Urupaya pasar las noches dentro del rancho levantado sobre aquella colina, en cuyas entrañas se guardaba el depósito sagrado de la tribu.
Su afinado oído le hacía percibir inmediatamente, aunque fuese su sueño muy profundo, todo ruido extraño con relación al secreto que debía guardar, y para cuyo desempeño previamente se juramentara.

La colina sagrada que cuidaba Urupaya y el sitio donde Icoa prendía su fogata nocturna, estaban ubicadas muy cerca el uno del otro.

Es la época donde empuja sus savias nuevas la primavera, cuando sangres y jugos golpean en optimismo la calma a que obligó el invierno, propicia temporada para el amor, salen todos los animales en busca de los del sexo opuesto para desahogar sus ansias de reproducción.

También las sabandijas y sierpes, especialmente estas últimas, cuyos venenos pugnan por ensayarse, cuyas recién brotadas pieles tienen ansias de sol y cuando hecho acopio de todas sus fuerzas, abandonan sus guaridas para probar sus efectividades en la agresión, el resultado de sus colmillos, la sonoridad de sus crótalos y en general la nueva vitalidad de que están provistas. Es cuando acechan en las orillas de las selvas la presa preferida: el hombre; y es cuando el hombre más les teme, porque en su lucha por la subsistencia cazando, suele el entusiasmo sobrepasar a la prudencia, olvidando a la víbora que vigila.
Es primavera, y habiendo sido señalado el día como propicio para la caza mayor, toda la tribu ha salido a la selva. Todos los componentes, unos más otros menos, van a ensayar armas nuevas, elaboradas en el invierno, cuando las lluvias copiosas obligan al indio a permanecer en sus chozas, y la actividad se limita al trabajo dentro del hogar.

Pero parece que la tribu toda ha ido lejos, más de lo previsto, y aunque ya es de noche, nadie, ha regresado aún.

De pie, auscultando el pulso de la noche, Urupaya estaba frente a su bohío o choza, sobre el tesoro espiritual y material de la tribu. Su silueta se dibujaba en el suelo como la de un gigante negro, envuelto en llamas rojas, originadas por el faro de fuego que, para guiar a los caminantes, a poca distancia de allí mantenía Icoa, su prometida para un enlace ya muy próximo.

En ese momento mismo Icoa, con el fuego a plena llama y emitiendo potente resplandor, se pone a observar insistentemente como arde el fuego, y como el seco ramaje al ser devorado por el elemento renovador, deja admirar en el colorido de su propia emoción, las emociones diversas que vivió cuando era rama esbelta, rica en savia y pletórica de vida en lo alto de un árbol.

Concentró la india su atención en las minúsculas fosforescencias de distintos colores que, presionadas por el ardor del fuego, partían de una rama, y pudo, ayudada por su imaginación soñadora, ver el color de la aurora matutina en sus ricas tonalidades variables, la plenitud del día con sus diversos matices y el declinar de la tarde con su invitación al descanso.

Del rojo amanecer pasó a la rosada penumbre, de ahí a los risueños tonos de la mañana, el amarillo oro del mediodía, el presionante pugnar de las horas fuertes, al declinar liviano de la tarde; al beso del crepúsculo y a la estrellada conformidad, calma y descanso de la noche.

A veces reventaba, obligada por el intenso calor, una rama o una aglomeración de resina seca; entonces Icoa, dentro de su sugestionadora concentración, imaginaba ver la tempestad rugir o el trueno clavar su puntiagudo filo encendido, en las entrañas de la tierra.

Concentrada Icoa en la parábola fantástica que ahora recorría, como en un ayer recorrieran viviéndola las ramas en pleno ardor, fue sugestionada por los malignos, espíritus perversos propicios a no desperdiciar oportunidad para hacer el mal, quienes, cabalgando sobre los rayos de la luna oblicua, penetraron en su mente dominándola.

No fue una oportunidad inesperada, y aprovechada por los malignos, ¡no!, fue un plan laboriosamente premeditado por ellos, en combinación con los otros malignos que inspiran y guían a las sierpes, para que, en acecho, claven presurosas sus colmillos e inoculen sus venenos en los talones confiados de los seres humanos que se acercan a ellas.

El descuido de Icoa fue provocado primero y aprovechado después por ellos, los malignos. Ahora, la bella india de pelo rojizo y ojos verdes, la cuidadora del fuego que ha de guiar a toda la tribu ausente, retardada en la selva por caza abundante, está en poder de los malignos.

Y mientras el fuego, que hasta aquel instante desafiaba con lambetazos de luz el negror de la noche, parece achicarse como aplanado por un vaho presionante, ese mismo vaho pero de angustia, llega hasta los miembro de la tribu.

El fuego se achica, se entristece por falta de alimentos para su devorador apetito. Va a apagarse. . . De lejos, la tribu ve cómo quiere extinguirse y temerosos de extraviarse unos, otros de las fieras en acecho, los más de las sierpes cobardes, cometen el error de dispersarse.

_ ¿Qué pasa allá en la colina sagrada, que Urupaya no acude en auxilio de Icoa?, se preguntan los ancianos, los piaches, el cacique.

Icoa, posesionada por los malignos, cautivada su mente por la fascinación adversa, pierde el dominio de sí misma y con paso lento, calculado, se ha acercado hasta Urupaya. Y coqueta, derrochando sus encantos femeninos, le ha acariciado mimosa y le ha prodigado sus favores, mientras muere el fuego que era faro guiador y tiemblan bajo la tierra, en ánforas sagradas, los pecados de la tribu ante este nuevo, grande y criminal pecado.

Transcurren para los ciegos enamorados horas felices, pasionales, de un amor sin freno entre aquellas manifestaciones sorprendentes de la naturaleza que pintaban sus torcidas sombras, con la oblicua luz de la lunática luminaria.
Mientras tanto, allá bajo la techumbre verdi-negra de la selva, los ancianos y los ejercitados, aprovechando sus instintos perfilados por la práctica, rumbaron seguidos de mujeres y niños, hacia conocidos predios. . . pero velaban las sierpes. Como querían ellas ejercitar sus venenos en carnes humanas, igual a los espíritus malignos, deseosos de exterminar a la tribu cuyo destino era crecer y crecer, los invisibles guiaban a las serpientes con su oído y éstas herían sin piedad.

Rica fue la cosecha para ja savia maldita acumulada en los feroces colmillos; y si muchos indios quedaron tendidos en la selva por no encontrar el contra veneno, los hubo que aún llegaron a tiempo para ver el pobre y mal alimentado fuego, cuyos resplandores tenues iluminaban los cuerpos culpables de Urupaya e Icoa.

A la mañana siguiente, cuando la lunática reina ocultó su faz, pudiéronse apreciar en plenitud, los enormes destrozos de la noche funesta, en la cual pereció una cuarta parte de la tribu.

El oído surgió en borbotones de las almas, convirtiéndose los hombres en chacales sedientos de venganza, no consiguiendo en sus mentes obtusas por la furia, un castigo apropiado para la pareja culpable.

Sólo después, cuando los ancianos se reunieron para resolver sobre la actitud a seguir, ya era la época en que se creaban leyes y se sentaban precedentes, resolvieron los venerables de la tribu despojar a Urupaya de todas atribuciones y de todos sus deberes, trabajando en lo futuro sólo allí donde la falta de responsabilidad a sus labores, le impedía dañar a alguien. Es decir, fue considerado desde ese momento, con menor conciencia de responsabilidad que un niño. Era éste un castigo tan duro como humillante, tanto más cuando Urupaya había sido por mucho tiempo considerado por los suyos como un elegido.

Para Icoa, era tanto la ira, que no acertaron los guiadores de la tribu castigo apropiado. Y en la imposibilidad de solucionar este juicio los hombres, dejaron la sentencia a los dioses.

Consecuencialmente fue llevada la pareja, junta y por última vez, hasta el sitio de su pecado. Una vez allí se les separó. Urupaya fue a ocupar su nuevo e irresponsable cargo, Icoa fue dejada sola y abandonada sobre el lugar donde se guardaban los tesoros espirituales y materiales de la tribu, para poner la venganza, el castigo o la justicia, en manos de los espíritus familiares que debían estar allí, juntos al recuerdo que dejaran a sus descendientes.
Y la tribu partió en emigración hacia otros lares. . . hacia el norte aún desconocido, porque consideró desde tal tragedia, contaminado el lugar.
Hasta el norte. . . porque ellos eran originarios del sur. De allá vinieron. . . y cada generación, daba un nuevo halón en la larga emigración propuesta y hacia la cual se sentían impulsados por una fuerza superior.
Pocos días después, la marcha de la tribu fue interrumpida por una hilera de montañas, por una de las cueles ascendieron hasta la cumbre. Y allí. . . ¡oh asombro!, vieron lo alto por primera vez el mar.

Aquellas aguas vestían de azul-verdoso. . . y las playas eran acariciadas por largas hileras de olas, que cual hebras de interminable cabellera reventaban, flores blancas de las alegres espumas, para batirse mansamente contra las arenas.

Surgió entonces a la mente de todos, la figura de Icoa.

_ Icoa fue diluida en el espacio por los dioses, se dijeron. Para ser transformada en este nuevo regalo de los espíritus como compensación por lo perdido.

La belleza de la india fue usada como elemento cautivador, cegado sus ojos para que fuese igualmente injusta, arbitraria e irresponsable como lo fue en vida, pero organizada, sabia y previsora en cuento se relacionase a su propio desenvolvimiento; la anchura del mar, correspondía a la amplitud de su falacia, donde había, como en su pensamiento, toda clase de sorpresa, desde el feroz tiburón, la inofensiva estrella hasta el delicioso pargo o la escurridiza anguila; el colorido de las aguas era igual al de su traje variable dentro de las tonalidades verde y azul, porque si al mezclar las savias con que se coloreaba su faldilla, agregaba de más o de menos de un color, variaba la tonalidad de  su cuerpo igual hacía el mar con relación a la bóveda celeste; las espumas fueron en el pasado la risa invasora, imperiosa, que se desprendía de sus labios o las florecillas blancas que adornaran las larga trenzas de la cabellera, espumas de ilusión o pensamientos sutiles que brotan y son olvidados rápidamente por la inconstancia, ahora olas desgranándose en esguinces, hasta llegar a la playa donde se le señalaba límite a su poder; y finalmente, esa femineidad que la hizo centro de deseo, estaba ahora representada en esa fuerza sugestiva y de prepotente atracción que siente todo aquel que contempla el mar.
Fue ésta la interpretación que dieron estos indios al mar. Porque ellos venían del sur donde conocían sólo aguas de carácter distinto, ríos, selva, islas. . .
. . .estaba bajo la sugestión, no de que las tierras esteban creadas, sino que, a medida de su avance, las tierras iban surgiendo para su deleite y uso, gracias a la benevolencia del Gran Padre que premiaba sus esfuerzos.
Levantaron sus ranchos la orilla de aquellas aguas azules, los hijos del sur, y fueron poco a poco, con la paciencia y curiosidad del indio, tratando de interpretar a aquel nuevo elemento azul, Icoa diluida en el espacio y convertida en otro Gran Lago pero salado, por obra y gracia de los dioses amigos.

Vieron así que la diosa era ciega con lo exterior, sabia con lo interior; que era un índice demarcador de fuerza maléfica, por la abundancia de peces feroces en su seno y por la densidad de sus aguas invitadoras a solazarse en sus ondas azules; que sus olas revientan como neuróticas expansiones en diversísimas formas contra la represa terráquea; que al final del día se trajea en mil colores a bases rosáceo, como la boca mentirosa por la cual la falacia halagadora se hace noche, después de vencer al incauto; para alertar a otras tribu que pudieran llegar hasta aquellas playas, como para recordar permanentemente a Icoa, la india ahora del mar, su perfidia, prendían todas las noches grandes fogatas.

E imaginaron entonces que la diosa creó por venganza y en su seno profundo e ilímitado, una gran serpiente que devoraría a todo aquel que traspasara ciertos linderos por ella demarcados en su azul vestimenta.
Y en las noches tristes, ansioso centinela, pletórico de esperanzas y de amor, esperaba en silencio Urupaya, el gran enamorado, hasta que piadoso el tiempo, lo convirtió en roca.    

   

Arturo Hellmund Tello
Leyendas Indígenas Parianas

lunes, 23 de abril de 2018

El Arcoiris





Autor: Pedro Centeno Vallenilla
Realizado por: Jair Ríos a partir de un boceto del autor
Título: El Arco iris
Técnica: Óleo sobre lienzo
Medidas: 120 X 90 cm.
Año: 2018
Serie: Identidades





El mito

EL ARCOIRIS


Hace mucho tiempo vivía en la Guajira un joven de nombre Arikuai, hijo de un anciano piache, sabio y prudente, como él, conocía los secretos de la naturaleza, sabía curar las enfermedades, tanto del cuerpo como del alma, imitaba los sonidos del viento y de los animales.

Arikuai era alegre y amistoso, no había contienda ni baile em donde él no participara; era el confidente, el amigo y a todos infundía ánimo y serenidad.

En una ranchería cercana a la de Arikuai vivía un adinerado patriarca con su numerosa familia, entre las hijas se destacaba Anakuai, delicada, deligente, alegre y cariñosa; en los bailes animaba a los tímidos con su amplia sonrisa y los invitaba a bailar, era incansable y todos la requerían, no porque fuera la más bella, sino porque era agradable y cordial; cuando se realizaba un baile era la primera invitada.

Arikuai y Anakuai se encontraban siempre en todas las fiestas, naturalmente terminaron enamorándose, pero siguieron repartiendo alegría como lo habían hecho siempre.

Las dos familias se hicieron regalos de rigor, poco después se efectuó el matrimonio. La feliz pareja continuaba siendo el centro de todas las reuniones y repartían toda la gama de colores de la alegría.

Rl anciano piache colocó en el cuello esbelto de Anakuai un sencillo collar de cristal con estas palabras:

    Hija mía, conserva siempre este collar, no te separes nunca de él, úsalo cuando estés en peligro. La única condición es que ames y seas siempre fiel a tu esposo.

Se amaron los dos con pasión, la selva, los arenales y los cardones fueron testigos, pero no por eso dejaron de ayudar a sus amigos y fueron arcos de ilusión entre las parejas, continuaron siendo la alegría de los bailes y torneos.
La cordialidad de Anakuai fue mal interpretada por un apuesto, valiente y rico joven venido de un lugar distante de la Guajira. La requirió en amores y ella contestó:

    No puede ser, estoy casada con Arikuai y lo amo.

Siguieron encontrándose en las fiestas y competencias, ante las negativas de Anakuai, el joven indignado amenazó:

    Si no te divorcias de tu esposo me vengaré.

Anakuai se entristeció, pero por temor a empañar su amor o no ser comprendida por Arikuai no le dijo nada.

Tiempo después los esposos caminaban en dirección a la selva, el vengativo enamorado los seguía. Ellos se sentaron en un tronco caído y él tocó la zagüagüa mientras ella cantaba con pasión, luego se juraron amor eterno y fidelidad. El pretendiente furioso por lo que veía y escuchaba, en un ataque de celos sacó una flecha, templó el arco y cuando se disponía a lanzarla hacia Arikuai, ella lo vio y lanzó un grito de terror a la vez que se llevaba las manos al collar, regalo del piache y lo lanzó al intruso.

De pronto la selva enmudeció y se pobló de niebla, en el cielo aparecieron dos hermosísimos arcos de siete colores qie cegaron la vista del vengativo pretendiente.

Desde entonces en el cielo de la Guajira aparece después de las tempestades, un símbolo de paz, de luz y de esperanza, el esplendoroso arco iris que posee los colores encerrados en el collar de Anakuai, símbolo de la alegría que así como lo hacían Arikuai y Anakuai, traen paz y optimismo a los habitantes de la Guajira cuando los contemplan.

Lolita Robles de Mora
Los Wayúu, Caminos de la Guajira


domingo, 14 de enero de 2018

Osemma



Autor: Jair Ríos
Título: Osemma
Técnica: Tiza Pastel
Medidas: 70 x 50 cm
Serie: Identidades


El Mito

Osemma  



...Sucedió que los Yukpa tuvieron hambre y enviaron una plegaria a los dioses. Estos se apiadaron  y bajó de los cielos Osemma que les enseñó las artes de la agricultura. Poseía una larga cabellera cubierta siempre de flores y de granos de maíz. En principio tenía la dificultad de no conocer la lengua yukpa, menos mal que una ardillita de éstos que sí la había aprendido por ser muy lista, le sirvió de intérprete. Osemma vivió mucho tiempo entre los yukpa, pero cuando al fin se fue, dice la leyenda que el dios se empequeñeció tanto que terminó tragado por la propia tierra y en cuanto sucedió esto, sufrieron el primer temblor o terremoto.


Francesc Ll. Cardona
Mitología, Historias y Leyendas de Venezuela




Otras versión


Cuenta la sabiduría indígena que llegó Osemma a la Sierra de Perijá y comenzó a preparar su conuco. Desmalezó el terreno, abrió los surcos, sacudió su larga cabellera de la que se desprendieron granos de maíz y semillas de café. Dejó que los luceros llovieran sobre su cuerpo y al amanecer restañó sus brazos regando la siembra con ese rocío.

Los Yukpas pasaban a su lado y se reían. Osemma quería explicarles que la gestación de todo ser, sentimiento e idea ocurre en lo profundo y en silencio. Su lengua no lograba pronunciar las palabras adecuadas. Una ardilla sonreída cruzó saltando el conuco, llegó hasta los Yukpas y tradujo lo expresado por él.
Pasó el tiempo. Brotes de maíz y café maravillaron a los Yukpas. Se quedaron con Osemma aprendiendo los secretos de la agricultura y relegaron la cacería para un solo día a la semana. Poco a poco cobraron habilidad y gracias a la fecundidad perpetua de la tierra ya no tuvieron hambre.

Mireya cada día le pedía la hiciera su mujer pero Osemma le replicaba que ese amor no era su destino.

-¿Cómo voy a saber cuándo el amor me toca?

-Lo sabrás. Dijo Osemma despidiéndose. Se empequeñeció hasta convertirse en un ratón que escurrió su cuerpo por una grieta de la montaña. Al desaparecer ocurrió el primer terremoto conocido en el mundo. Los ojos de Mireya buscaron asidero. Una mirada masculina le brindó soporte. Un temblor telúrico sacudió sus entrañas. Supo así que se había enamorado.

Osemma avisa cuando la tierra busca un nuevo equilibrio o el alma se cruza con quien tendrá buena compañía. No se puede ignorar la sacudida que provoca: ni la naturaleza ni el amor perdonan un desaire. Si no se atiende su llamado, la corteza terrestre se quebrará causando una tragedia.
La persona amada despreciada buscará refugio en otro latido dejando un gusto a tristeza en el corazón.

Fuente:
http://periodistas-es.com/mito-yukpa-38719




domingo, 29 de octubre de 2017

El Dueño de la Luz

Autor: Jair Ríos
Título: El Dueño de la Luz
Técnica: Tiza pastel sobre cartulina negra
Medidas: 90 x 60 cm
Año: 2017
Serie: Identidades





El mito


EL DUEÑO DE LA LUZ 




En un principio, la gente vivía en la oscuridad y sólo se alumbraba con el fuego de los maderos. No existía el día ni la noche. Había un hombre warao con sus dos hijas que se enteró de la existencia de un joven dueño de la luz. Así, llamó a su hija mayor y le ordenó ir hasta donde estaba el dueño de la luz para que se la trajera. Ella tomó su mapire y partió. Pero eran muchos los caminos y el que eligió la llevó a la casa del venado. Lo conoció y se entretuvo jugando con él. Cuando regresó a casa de su padre, no traía la luz; entonces el padre resolvió enviar a la hija menor.

La muchacha tomó el buen camino y tras mucho caminar llegó a la casa del dueño de la luz. Le dijo al joven que ella venía a conocerlo, a estar con él y a obtener la luz para su padre. El dueño de la luz le contestó que le esperaba y ahora que había llegado, vivirían juntos. Con mucho cuidado abrió su torotoro y la luz iluminó sus brazos y sus dientes blancos y el pelo y los ojos negros de la muchacha. Así, ella descubrió la luz y su dueño, después de mostrársela, la guardó. Todos los días el dueño de la luz la sacaba de su caja para jugar con la muchacha. Pero ella recordó que debía llevarle la luz a su padre y entonces su amigo se la regaló. Le llevó el torotoro al padre, quien lo guindó en uno de los troncos del palafito. Los brillantes rayos iluminaron las aguas, las plantas y el paisaje. Cuando se supo entre los pueblos del delta del Orinoco que una familia tenía la luz, los warao comenzaron a venir en sus curiaras a conocerla. Tantas y tantas curiaras con más y más gente llegaron, que el palafito ya no podía soportar el peso de tanta gente maravillada con la luz; nadie se marchaba porque la vida era más agradable en la claridad. Y fue que el padre no pudo soportar tanta gente dentro y fuera de su casa que de un fuerte manotazo rompió la caja y la lanzó al cielo. El cuerpo de la luz voló hacia el Este y el torotoro hacia el Oeste. De la luz se hizo el sol y de la caja que la guardaba surgió la luna. De un lado quedó el sol y del otro la luna, pero marchaban muy rápido porque todavía llevaban el impulso que los había lanzado al cielo, los días y las noches eran muy cortos. Entonces el padre le pidió a su hija menor un morrocoy pequeño y cuando el sol estuvo sobre su cabeza se lo lanzó diciéndole que era un regalo y que lo esperara. Desde ese momento, el sol se puso a esperar al morrocoy. Así, al amanecer, el sol iba poco a poco, al mismo paso del morrocoy.


Fuente: Wikipedia



Otra versión




El Dueño del Sol



Hace muchas estrellas, en el comienzo de todas las cosas, el sol no alumbraba los ríos ni calentaba los conucos, porque un hombre que vivía en la tierra de arriba, hacía el oriente, tenía encerrado a Ya dentro de una gran bolsa y no lo dejaba asomarse sobre las nubes.

Un guarao que vivía en los caños del Orinoco logró averiguar la forma en que Ya estaba escondido y determinó enviar al oriente a su hija mayor, para ver si ella conseguía diese libertad al sol.

La muchacha tuvo que caminar largo tiempo por la selva y pasó muchos trabajos desbrozando las picas del bosque y cruzando a través de los barrancos, hasta llegar finalmente al lejano lugar donde vivía el dueño del sol.

Cuando estuvo frente a él, le dijo:

- Mi padre quiere que saques al sol del escondrijo donde lo tienes y lo pongas sobre el mar de arriba para que pueda alumbrar así a todas las gentes.

El dueño del sol se desentendió de laspalabras de la muchacha, la miró con agrado y, encontrándola bonita, deseó tomarla por mujer. Ella no quería ceder a su deseo, pero el hombre la forzó rudamente a aceptarlo y luego la despidió sin haber hecho caso a la petición del guarao.

Cuando la muchacha regresó a la ranchería contó a su padre todo lo que le había sucedido y cómo el dueño del sol se había burlado de su ruego. El adre, sin desanimarse por esto, determinó enviar entonces a su segunda hija, para ver si ella era más afortunada que su hermana.

La hija segunda del guarao tuvo igualmente que cruzar la selva y caminar mucho, aunque empleó menos tiempo que la primera en llegar a la casa del dueño del sol, al cual pidió que liberase a Ya y lo dejase correr entre las nubes; pero el hombre tampoco atendió esta vez los ruegos de la muchacha y la hizo su mujer como a la otra, porque era también bonita y había despertado su deseo.

Después le dijo:

- Márchate ahora para la tierra de abajo y no vuelvas más a molestarme.

Ella, en lugar der obedecer como su hermana a estas brutales palabras, le respondió muy enojada:

- ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Es que no piensas liberar al sol?

Y mientras iba hablando miraba ansiosamente hacia todas partes, para ver si lograba descubrir el escondite de Ya, has que al fin distinguió una extraña y grandísima bolsa colgada de los troncos de la pared y se la quedó contemplando fijamente, con la sospecha de que fuera aquél.

Viendo el hombre que la muchacha miraba la bolsa, le dijo rápidamente:

-¡Cuidado, no se te ocurra tocar eso!

Por el tono de estas palabras comprendió la guaraúna que allí estaba efectivamente encerrado el sol, y sin hacer caso de la amenaza del hombre se lanzó de un salto sobre la bolsa y la rasgó de un manotazo.

Inmediatamente apareció el rostro de Ya, rojizo y deslumbrador, y comenzó a esparcir su calor y la luz de sus rayos sobre las nubes del mar de arriba y sobre los cerros y las matas de la tierra. Con su claridad traspasó hasta el mismo fondo de los caños y llegó a alumbrar la región de los espíritus que viven debajo del agua.

Al ver que su secreto estaba descubierto y que no podía contener de nuevo la fuerza de Ya, el hombre lo empujó hacia el oriente y colgó la bolsa rasgada en el poniente de modo que que quedase iluminada por la luz del sol, dejándola así convertida en luna.

En cuanto a la muchacha, se marchó corriendo a su rancho para contar a su padre la forma en que había logrado sacar el sol de su encierro.

El guarao se puso muy contento y no hacía más que contemplar la hermosura de Yabrillando desde el mar de arriba. Pero cuando todavía no había pasado sino el tiempo de una joyabaka, el sol se metió detrás de los cerros y desapareció, quedando los caños iluminados únicamente con el reflejo que les enviaba Guaniku, la luna.

Y el guarao dijo a su hija:

- Vete otra vez al oriente y aguarda que el sol comience a hacer su recorrido sobre las nubes. Cu8ando apenas haya empezado a caminar, amárrale con cuidado por detrás un morrocoy, para que así tenga que ir más despacio.

La muchacha hizo lo que su padre le había dicho y logró enganchar en la cola del sol a Guaku, el morrocoy, el cual impidió con su lentitud que aquél corriese demasiado, por lo que esta vez Ya estuvo iluminando la tierra el tiempo de una joyakaba y una joajua. Y desde entonces así lo hace cada día y solamente se esconde por las noches, desapareciendo poco a poco sobre el agua de los caños para dormir y refrescarse bebiendo, porque si no lo hiciera así, moriría sofocado por el mismo calor que despiden sus rayos.

En tanto, Guaniku sigue el camino de Ya y refleja la luz que el sol le envía desde poniente.


María Manuela de Cora
Kuai-Mare mitos aborígenes de Venezuela


jueves, 14 de septiembre de 2017

El Dueño del Fuego

Autor: Jair Ríos
Título: El Dueño del Fuego
Técnica: Óleo-Pastel sobre lienzo
Medidas: 130 x 80 cm
Año: 2017
Serie: Identidades



La fábula

EL DUEÑO DEL FUEGO


Cerca de donde nace el Orinoco vivía el Rey de los caimanes que tenía por nombre Babá. Su esposa era una rana enorme y ambos poseían un gran secreto que los demás animales y seres humanos no sabían. El «matrimonio» se metía en la cueva y prohibían la entrada a cualquiera a menos que no quisieran ser devorados. El gran secreto lo guardaba celosamente Babá en su garganta.

En cierta ocasión la perdiz teniendo que construir su nido muy deprisa, no se dio cuenta y penetró en el interior de la guarida de la extraña pareja. Iba en busca de cañas y pajas y sólo encontró ramas y hojas medio quemadas que le hicieron pensar: «El fuego del cielo ha estado aquí. Probó entonces unas orugas tostadas que le supieron a gloria. Sigilosamente pudo salir del antro y buscó a Tucusito, el colibrí de plumas rojas para contárselo todo.

Estaban los dos juntos cuando llegó el Pájaro Bobo y los tres amigos tramaron un plan para averiguar de qué manera se valían la ranota y el caimán para cocinar tan ricas orugas. Bobo se escondió muy calladito en la cueva gracias a su plumaje oscuro. Al poco llegó la ranota, soltó las orugas que aquel día había cazado y Babá abrió su boca inmensa de la que salieron unas lenguas de fuego que en un santiamén cocinaron las orugas. Ambos se dieron un gran festín. Entonces se durmieron llenos de satisfacción.

Bobo salió y contó a sus amigos lo que había presenciado.

Entonces el osado trío pensó que para quitarle el fuego al caimán tendría que ser cuando éste abriera su enorme bocaza para reír. Anochecía cuando todos los animales se habían reunido como siempre hacían a Orillas del Orinoco para explicarse los últimos acontecimientos del día. Fue entonces cuando Bobo y la perdiz colorada organizaron una sesión de saltos que provocaron la risa de los asistentes al espectáculo, menos la de Babá. Bobo tomó una pelota de barro y cuando la ranota abrió la boca se la metió dentro. Esta temió atragantarse y empezó toda una suerte de muecas que obligaron a Babá a soltar una sonora carcajada. Tucusito que observaba atento desde el aire se lanzó en picado y consiguió robar el fuego con la punta de sus alitas. Al elevarse tuvo la mala fortuna de topar con las ramas de un árbol, quedando reducido rápidamente a cenizas.

Al ver esto el Rey caimán comprendió el engaño y aunque pensó que sería un bien para la Naturaleza, mal utilizado traería grandes males. Acto seguido quiso ponerse a salvo con su fea mujer y ambos se sumergieron en el gran río desapareciendo para siempre.

Llenos de alegría, los tres amigos celebraron el robo del fuego, pero ningún animal supo aprovecharlo. Fueron los habitantes humanos de la selva que vivían junto al Orinoco los que gracias a las brasas conseguidas por el árbol que había ardido aprendieron su utilidad, pero dándose cuenta quién les había traído tan precioso auxiliar elevaron a Tucusito, al pájaro Bobo y la perdiz colorada a la categoría de animales protectores por haberles regalado el don del fuego.


Francesc Ll. Cardona
Mitología, Historias y Leyendas de Venezuela 
2002


viernes, 4 de agosto de 2017

Amaira Aní- La Doncellita de los Siete Colores

Autor: Jair Ríos
Título: Amaira Aní - La Doncellita de los Siete Colores
Técnica: Carboncillo, sanguina y cretas
Medidas: 100 x 70 cm
Año: 2017
Serie: Identidades


El Mito



AMAIRA-ANÍ
LA DONCELLITA DE LOS SIETE COLORES


_ ¿QUÉ gran pecado ha cometido la tribu? –se preguntaban, desde el gran cacique de los parianos, hasta el más insignificante de los guerreros o cazadores.

_ ¿Quién ha faltado contra las leyes creadas por el Gran Padre? –indagaban.

Y no hallando respuesta en su búsqueda, ni los responsables entre la tribu, ni los individuos en su conciencia, sólo les quedaba la desesperación.

El motivo de tan grande tribulación era, que el verano se había presentado con tremendas señales de inmisericordia. Empezó el ojo solar a irradiar su luz con tan grande potencia, que las hierbas, los arbustos y aun las hojas de los árboles, perdieron su verdor, encogiéndose en un verde-mustio que al tocarlo, se deshacía en mil partículas; las aguas de lagunas y morichales se volvían reverberación, achicándose lentamente como si las arenas las absorbieran, la atmósfera sedienta se las bebía o como si ellas, deseosas de huir hacia el frescor de las nubes, se diluían en el éter, escalando lo alto; los frutos en vías de maduración, promesa dorada, se arrugaron los unos, paralizaron su crecimiento otros, y los más, no tenían savia alguna en sus pulpas o consistencias alimenticias.

Poco a poco, con la insistente sequía, creció el dolor.

Perdidos los frutos, fue el indio a la selva, ese gran depósito de la naturaleza, donde el conocedor encuentra la vida y la muerte, la caza y el peligro, el verano que mata y la savia que cura, el dolor que humilla y la heroicidad que levanta. Allí el aborigen encontró aún frutos, porque allí no impera de lleno el sol; allí, aunque hay hendijas dejadas por los árboles caídos, la verde techumbre del tramaje de hojas, forma una valla que protege la humedad; allí hay frescor, alimento vegetal y la presa que tejiendo su vida, proporciona caza para el indiano hábil.

Hallaron los desesperados parianos protección en la selva. La caza les proporcionó el alimento, bejucos el agua y aun a veces, a trechos, hilos cristalinos corrían alegres y sonoros, llevando la abundancia de los unos a la escasez de los otros.
Pero un día, también la selva falló. . .

Fue, cuando el sol había llegado al punto más alto, allí desde donde hace tanta luz, que cada cual pisa su propia sombra. Fue un día cualquiera cuando empezó el siniestro inapreciable. Fue un incendio que primero enarboló una bandera llameante, como un plumaje de guerrero desafiador pidiendo combate. . .
Seca la tramazón de hojas de muchos árboles centenarios, aceptó el desafío; cayó, achicharrado por el insoportable calor, la vestidura otrora verde de los otros gigantes de la selva, y creció la hoguera. Siguió el ejemplo la hojarasca, alfombra silenciadora del paso de los hombres alcahueta cómplice que esconde las huellas de los perseguidos.

Nada ni nadie resistió.

Si los árboles más corpulentos, se hicieron broza en la gigantesca fogata que pretendía con rojos lambetazos alcanzar a las mismas estrellas; los animales selváticos huyeron de la muerte los unos, mientras otros con sus propios cuerpos achicharrados, aumentaban las columnas de humo que dibujaban en los horizontes figuras fantásticas, de tétricos colores.

Sabe el indio cómo se origina esos grandes incendios en sus selvas. Lo sabe, porque él, con una astilla de madera blanda y otra de madera de corazón, hace fuego. Le basta rozar la una con la otra, hasta que brote una chispa. Al mismo tiempo de seguir el ritmo, sopla la chispa. Es entonces cuando crece ella y hácese una llama. Y ya tiene fuego.

Igual pasa con la selva. Un árbol de madera blanda, caído sobre uno de madera recia, y perdida en el curso de años la vida de ambos; secos ahora, balanceados por alguna brisa, instigados por la sequía, origina primero calor, luego la chispa y finalmente la llama. Se propaga luego el incendio. . . y he aquí que grades tesoros de madera, de la noche a la mañana se convierten en cenizas.

Es éste un cuadro desolador, mucho más frecuente de lo que se cree, para nuestras regiones selváticas.

Creció la desesperación entre los indios parianos, cuando supieron perdido, humeante, el refugio de la selva.

Creció, porque ya no había caza, ni jugos o savias, ni siquiera raíces.
Tornaba la vista el indio pariano, hambriento, desgraciado y sólo hallaba arena y piedras, aparte de lo  que fuera la selva. . .

Reverberaba la arena haciendo temblar en burla sutil los horizontes; y las piedras parecían desafiar con su rígido silencio y sus cuerpos graníticos, la necesidad de alimento que en época tan tremendas precisaba el hombre.

Aun no conocía el pariano las costas del mar. Por ello mandaba, a través de lo que fuera la selva, a hombres expertos para traer alimento.

¡No volvían!

_ ¿Era la selva humeante que los devoraba? ¿Huían para no volver? ¿Se perdía? ¿Los mataba el hambre?

La respuesta se la daban a sí mismos los que quedaban:

_ ¡Desesperación! ¡Desesperación!

Perdieron los indios en un principio, esa reserva de grasa que tienen todos los cuerpos, aun los más musculosos. Después las carnes fueron desapareciendo. Unas se tornaron fláccidas, cansadas, y a todos fuéronsele marcando algunos huesos, luego todo el esqueleto, como un presagio de tétrico futuro.

Si los vientres benditos de las mujeres en espera de descendencia, simulaban curvas grotescas, aquella que criaban a sus hijos, tenían secas las fuentes de vida. A su vez los dominaba el raquitismo. Ya no poseían fuerzas ni para erguirse.

No era extraño ver a los hombres arañar, con sus rústicos implementos agrícolas, entre las raíces de los árboles frutales, para arrancar trozos de las mismas, mascarlas para extraerles el jugo y llevar de aquella escuálida provisión a los suyos.

Una y otras vez consultados los piaches y los adivinos, aquellos quienes guían las conciencias de las colectividades y tratan de interpretar los dioses, repusieron los unos que negros errores envolvían el ambiente, que a graves pecados aquello era el castigo, y agregaron los otros que los dioses azotaban de dolor, como amonestaciones para evitar males mayores.

_ ¿Mayores? ¿Acaso era posible resistir más?

Sólo las noches traían alivio, porque en los sueños inquietos de mujeres, hombres y niños –niños todos en el fondo-, aparecían cascadas, ríos y riachuelos, hermosas lagunas y grandes aguaceros, dibujándose en los rostros demacrados por el hambre, una mueca con parecido de sonrisa. Sólo las noches traían ese alivio, esa fantasmagórica esperanza, porque las tardes, esas tardes magnificas de verano, cuando hace gala el horizonte occidental de sus luces de múltiples colores para elevar en admiración a las almas, para hacerlas comulgar en oración, esas tardes en las cuales predomina el rojo con sus derivados y tonalidades, recordaban al indio de cuerpo marchito, su selva perdida, devorada por el fuego a mansalva.

_ ¡Sacrificio a los dioses! ¡Sacrificios! Pedían los piaches.

Trágica ironía parecía esta palabra. Pero es la fe, prepotente fuerza que domina la mente, crea la esperanza, sueño en escala en otros, en los más, acicate para nuevas pruebas y en todos: calma y paciencia.

Sacrificó el indio desnudo, y ya sólo propietario nominal de piedras, arenas y secas raíces, los petates de fibra tejida, las alfombras, los penachos de pluma que otrora fuera en su altiva testa motivo de orgullo. Todo lo hizo cenizas, y aun imploró piedad.

Ya estaba a punto de perecer la tribu, no sólo en lo material, mas también en lo espiritual.
Sólo un milagro podía evitar el exterminio de los dolientes parianos, y a él, presunta y vaga posibilidad, se acogían como en la hora del mediodía cuando el sol irradiaba con prepotencia enseñada sus ardores tantálicos, se acogían a la sombra bienhechora de los ranchos de palma, resecos y crujientes.

_ ¡Sacrificio a los dioses! ¡Sacrificio, sacrificio! Insistían los piaches.

Y ellos, ellos mismos indicaron que a la pira se llevasen los tesoros sagrados de la tribu. Placas de piedra labrada, de metal pacientemente elaborado con maderas duras, vasos simbólicos, vasijas con los restos venerados de antiguos patriarcas, de héroes guerreros, de sabios consejos o de cazadores heroicos, los calcinó el fuego impiadoso del sacrificio, holocausto sublime de un pueblo hambriento, elevado al máximo de la fe por la desesperación.
Y ya el pariano nada tenía. . .

Sólo la muerte era su amante obligada, esa trágica novia que ha de besarnos con su risa hueca y abrazarnos con el inflexible apretón de sus extremidades superiores, de trágico ruido y suaves coyunturas.

_ ¡Emigrar! Fue la idea que empezó a germinar entre los caciques, los siete caciques de la tribu.

_ ¡Emigrar! Pero, ¿hacia dónde?

_ ¡Hacia el norte desconocido! Fue la respuesta.

Los siete caciques, cada uno con una pasión, resolvieron irse, abandonar la tribu cuyo destino estaban obligados a compartir; acaso llevarse a una mujer y dejar el resto perecer sin guías. Fue entre los siete un acuerdo interior, no expuesto.

El fenómeno de la naturaleza, la sequía, madre de la aridez, abuela del hambre y de la desesperación, había llegado a su colmo.

Era la hora en que debían hablar los dioses.

¿Salvarían a la tribu? ¿La dejarían perecer? ¿Quedaría la fe sin respuesta?

¡Los dioses hablarán!

¡Los dioses, sin proferir palabra, hablaron!

Resueltos ya los piaches a partir, ignorando a su vez cada uno la resolución de los otros, repasaron aquella última noche entre los suyos las posibilidades de subsistir tras la huida y las probables consecuencias de quedarse. 
Aún estaban allí los hornos de alfarería de donde salieron calientes y brillantes, toda clase de cacharros, envases de barro, ánforas y utensilios en general; luego estaba también la tierra, esa gran madre fecunda, siempre explotada y siempre presta al servicio de sus hijos multiformes, ahora agotada por sequía devastadora, saturada de calor tal, que imprimía un abatimiento profundo.

_ ¡Agua, agua! Era el clamor general.

Y las alturas, ese ignoto misterio, de donde podía sólo venir la posibilidad del líquido generador para las tierras estériles, los árboles mustios, los arbustos resecos y las hierbas muertas, era de un azul intenso, sin una nube, burlón en fin para el indio sediento.

_ ¿Qué llevarse para la larga marcha hacia el desconocido norte?

_ ¡Nada!, era la respuesta. Sólo estaban allí las armas, lo único que aún le quedaba al aborigen, pero tal vez en el momento del peligro, le faltarían las fuerzas para empuñarlas.
Aun así, los siete piaches, cada uno guardando su secreto, resolvieron partir.

Cuando hízose mañana en el horizonte y tendió su luz de fuego y oro por los predios parianos, ya gran parte de la indiana hueste estaba en las afueras de los ranchos en espera del sol. Quería cada uno de entre los hombres y mujeres aun con fuerzas, ver si aparecía una nube en el horizonte.
Una nube era una esperanza, aunque muy remota; pero una esperanza. . .

Decepción nueva ahondó ahora el surco del abatimiento: El sol solitario, bola de fuego incomparable, apareció límpido en el horizonte.

Doblaron los indios sus testas sombrías, y esperaron resignados la muerte. . .

Sólo los caciques, con la esperanza de huir, tenían vigilantes los ojos ya turbios. . .

Repentinamente oyóse un grito de asombro. . .

Cualquier caso en aquellos momentos era una posibilidad de salvación. . .

Alzaron muchos sus débiles cabezas. . .

Y a la rosaluz, cada vez más brillante del amanecer, contemplaron quienes pudieron acercase, a una doncella muy joven, muy niña que dormía.

No tenía esta niña ninguna señal de cansancio, su cuerpo tampoco mostraba estrago alguno de hambre o de sed. Por el contrario, parecía acabada de alimentarse y de beber en abundancia.
Dormía. . .

Y era su sueño de paz y de ilusiones, porque suavemente su faz infantil, marcaba una dulce sonrisa.
Con el acercamiento de más y más miembros de la tribu, hízose una algarabía. Comentarios iban y venían. Deducciones, indagaciones y afirmaciones se hacían unos a otros.

_ ¿Acaso era una india de una tribu cercana?

_ ¿Cómo llegaría hasta allí?

¡Debía haber campos sembrados capaces de alimentar a los padres y a esta niña!

_ ¡A buscarlos! ¡A buscarlos!

_ ¿Pero alcanzarían los restos de fuerza?

_ ¡La esperanza todo lo puede!

_ ¡No podemos! ¡No podemos!

Las preguntas y las afirmaciones corrían de boca en boca.

Pero. . . una circunstancia inesperada vino a responder en forma tan curiosa como misteriosa, la aspiración de todos.

Dos de los caciques acaloradamente.

El uno afirmaba que la niña estada pintada de verde, mientras el otro sostenía que lo era de rojo.
Un tercero se acercó afirmando que el tatuaje era amarillo.

Cuando otro más vino al grupo, se burló de las opiniones de los demás al decir que lo estaba de azul.

No era el momento de burlas. Y los indios tan aficionados a la interpretación de los colores y de sus significados, fueron llamando a los demás caciques, hasta completar los siete, guiadores a su vez, de toda la tribu.

Y. . . todos siete afirmaban verla de un color distinto. . .

Mientras tanto el sol ya había recorrido, sin que nadie lo observara, parte de su jornada por los espacios infinitos.

Despertaba la doncellita, la doncellita de los siete colores. . .

En ese momento, alguien buscó los horizontes. . .

Otro grito de asombro rompió discusiones y desacuerdos. . .

Sobre la bóveda azul de las lejanías, se marcaba un enorme arco-iris. . .

Y tenían los siete colores que los cacique veían en la doncella…

Nada dijo la doncellita. Sólo correteó por entre los ranchos y pasó el día entre los parianos, dentro del mayor silencio, pero manifestando alegría y optimismo por los poros.
Con la presencia de la niña y la aparición radiante del enorme arco-iris, volvieron los ánimos de la indiada. Todo se tornó en anhelo de laboriosidad, actividad y acción, porque consideraron la señal celeste como una promesa de agua y de pan.

 Los caciques, confundidos por el trágico significado de los colores en que cada cual viera el tatuaje de la doncella, resolvieron esperar un día más antes de abandonar a su suerte la tribu a sus cuidados confiada. Pero no de la misma manera pensaron los demás indios.

Conocían las graves faltas de sus gobernantes. Sabían la pasión predominante en cada uno de ellos, y reconocieron en cada uno de los colores el significado: gula, avaricia, lujuria, pereza, soberbia, ira y egoísmo. Una protesta surgió de todas las mentes, pues aquellos seres acostumbrados a la interpretación de tatuajes, colores y “voces de la naturaleza”, no aceptaban la idea de que cuando sucedía en miseria y hambre para la tribu, no tuviese un significado del Poder Divino.

Descubiertas ahora, por obra y gracia de “La Doncellita de los Siete colores” las pasiones bien ocultas y disimuladas de los piaches, pidió la tribu a los ancianos, exigiera a los caciques una especie de depuración con promesas de mejoramiento.

Esa misma mañana, y obedeciendo los piaches el mandato colectivo, fueron ellos acompañados de cuantos estaban capacitados para caminar, hasta las cuevas naturales donde se ofrendaban al Supremo las oraciones individuales y colectivas.

Hicieron allí los piaches significativas donaciones que habían sido ocultadas de todos, quedando así todos nivelados, todos con nada. Luego se procedió a realizar una ceremonia religiosa y finalmente todos regresaron al rancherío.

Con el deseo de cumplir aquel rito todos e inmediatamente, nadie tuvo cuidado en vigilar a “La Doncellita de los Siete Colores”. Y al regreso, nadie la encontró. . .

Había desaparecido misteriosamente. . .

Comentábase este nuevo y significante detalle, “voz en el silencio”, cuando alguien alzó la vista a las alturas azules. . .

Un enorme arco-iris empezó a surgir, marcándose lentamente, y cada vez con más vigor, en el espacio, dividiendo el cielo en dos porciones.

Luego, un segundo arco-iris hizo igualmente su aparición. . .

Y finalmente de las franjas de colores, empezó a caer una lluvia, en principio muy fina, invadió después, empujadas por poderosos vientos, un enorme conjunto de nubarrones las alturas celestiales, y finalmente un tremendo aguacero, acompañado de rayos y truenos poderosos, estalló en prolongada tempestad.

Unos indios gritaban de alegría, otros permanecían en silencio como asimilando la enseñanza de Lo Alto; y todos, todos, aún aquellos quienes no podían tenerse en pie, salieron a la intemperie a recibir sobre sus carnes fláccidas, cansadas, la bendición del agua.
Tras las consecuentes emociones de una noche poblada de pensamientos, proyectos y propósitos de mejoramiento, de una noche que sembrara en el pecho de todos deseos profundos de renovación, encontraron nuevo todo el paisaje.

Las tierras estaban ahítas del líquido elemento; el sitio donde otrora se levantara la selva donairosa, humeante ayer, tétrico y ceniciento, estaba totalmente apagado; y aún las piedras inmóviles, pero que parecían despedir rayos de odio en su calor, daban la impresión de estar aplacadas.
Fueron los indios, repuestos ahora sus cuerpos por el agua que bebieran, estimulados por el ambiente fresco y con el corazón esperanzado, hacia cuanto otrora fuera selva. Quería buscar allí, y sabían que lo encontrarían, algo comestible salvado del feroz incendio, por el Divino Misericordioso.

A poco de caminar, una nueva sorpresa encontraron los parianos. . .

Allí estaba acostada, con los ojos cerrados pero emitiendo una impresión de paz infinita, La Doncella de los Siete Colores.

Fueron llamados entonces los siete piaches. Y de nuevo la vio cada uno del color de su pasión preponderante.

Apenas lo confesaron todos, como si se les cayese una venda, vieron que no tenían pintura alguna.
Trataron de despertar a la doncellita, y la encontraron muerta. . . Pero con tal dulzura y suavidad en su rostro, que la tomaron por una diosa.

Desde ese día se le rindió culto especial al arco-iris. . .

...y a “La Doncellita de los Siete colores” a quien llamaron Amaira-Aní, “Sacrificada por el Aro-Iris”.

Así fue como hubo después abundancia de agua para los frutos, amor entre los hombres y reverencia, culto y respeto a los dioses. . .        


Arturo Hellmund Tello
Leyendas Indigenas Parianas
1946